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Henry encuentra esperanza.

El calor del verano golpeaba con fuerza las calles desiertas de Los Ángeles, y Henry se encontraba sentado en el mismo rincón oscuro de su apartamento. Una botella de bourbon casi vacía descansaba en la mesa junto a su máquina de escribir, una reliquia vieja y polvorienta que apenas había sido tocada en semanas.

El zumbido de la ciudad flotaba en el aire caliente, como una canción sin fin de sirenas de la policía y voces borrachas en la distancia. Henry se sentía como un náufrago en una isla de asfalto y neón, atrapado en un mar de soledad y desesperación.

Pero esa noche, algo cambió. Un golpe suave en la puerta de su apartamento lo sacó de su letargo. Henry se levantó con torpeza y se acercó a la puerta, sin saber qué esperar. Cuando la abrió, se encontró con una mujer de cabello oscuro y ojos brillantes que lo miraba con una sonrisa traviesa.

Ella no necesitaba decir una palabra. Henry la invitó a entrar y cerró la puerta detrás de ella. La pasión en el aire era palpable, una electricidad que les recorría la piel a ambos. Sin una palabra, se besaron con una intensidad que hacía mucho tiempo no sentía.

La ropa voló por la habitación mientras se perdían en el calor de la noche. Henry la tomó en sus brazos y la llevó a la cama, como si estuvieran escapando de la soledad y el dolor de sus vidas cotidianas. Sus cuerpos se encontraron en un frenesí de deseo, como dos almas sedientas que finalmente habían encontrado lo que necesitaban.

El sudor se mezclaba con el bourbon en sus cuerpos, y los gemidos se perdían en el rugido de la ciudad. Era una danza salvaje y apasionada, un escape de la realidad que los consumía. En ese momento, no había escritura ni botellas vacías, solo dos seres hambrientos que se perdían el uno en el otro.

Después, mientras yacían juntos en la oscuridad, Henry miró a la mujer con asombro. Ella le sonrió y acarició su barba descuidada, como si supiera que había despertado algo en él que había estado dormido durante mucho tiempo.

«Quizás la vida no sea tan mala después de todo», susurró ella.

Henry sonrió y asintió. No sabía si la vida tenía un propósito, pero en ese momento, en ese instante efímero de pasión y conexión, todo parecía valer la pena.

Y así, en medio de la noche ardiente de Los Ángeles, Henry y la mujer se perdieron el uno en el otro una y otra vez, encontrando un refugio momentáneo en un mundo que a menudo les parecía frío y despiadado.

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Jack Kerouac.

«Las únicas personas que me agradan son las que están locas: locas por vivir, locas por hablar, locas por ser salvadas.»

Jack Kerouac

Cuando le preguntaban acerca de sus opiniones respecto de la escritura, no se esforzaba en hacer diferencias entre la prosa y la poesía. Sostenía que sus ideas se aplicaban tanto a uno como otro género, la espontaneidad como método traspasaba los límites de las formas de la escritura. Le gustaba decir que cuando estaba trabajando en una novela cada párrafo era un poema dentro de un extendido texto que flotaba en el mar de la lengua inglesa.

Su interés por las lecturas orientales y por el zen contribuyó mucho a que se empezaran a difundir en Occidente (véase, por ejemplo, su dedicatoria al poeta chino Hanshan en Vagabundos del Darma).

La fama acabó con el tímido alocado de Kerouac, que tenía la costumbre de presentarse borracho a las entrevistas para intentar superar el difícil trance de explicar la mística de las novelas que había escrito muchos años atrás y nadie se había atrevido a publicar.

Murió a los 47 años debido a un derrame interno, producto de una cirrosis. En su tumba se puede leer el siguiente epitafio «Ti-Jean, ha honrado la vida«.

Le fue otorgado un doctorado póstumo por parte de la universidad de Masachusets.

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Un jodido espejismo.

Ellos escuchan música clásica para sentirse mejores, suben esos temas a sus páginas y la adornan con fotografías de amaneceres, atardeceres y anocheceres. Van diciendo que en sus casas cogen un libro y lo leen en una tarde lluviosa de invierno acompañados con Morzart de fondo. Luego cuando están solos en una de estas situaciones se dicen a ellos mismos que muy bien, que así es como tienen que hacerlo, que no necesitan nada mas. Cuando caiga el sol mirarán por la ventana y verán la luna, dirán que la aman, que es su inspiración y escribirán para ella mientras fuman hierba. Saldrán a pasear o a tomar algo con personas no tan interesantes como ellos, porque ellos no escuchan Bach, ni beben vino en delicadas copas de cristal, ni sabrían guardar secretos con las noches, sus eternas amantes, porque para ellos la noche tiene esa magia especial que los inspira a actuar como lo hacen y a escribir lo que escriben. Caminarán con la cabeza bien alta orgullosos de sentirse artistas y ser como son.

Mientras ellos miran la luna, o esperan que caiga la noche para decir al día siguiente a sus compañeros de trabajo y amigos que la pasaron en vela con la compañera melancolía, o mientras escriben esas palabras que dicen estar inspiradas en el arte que solo un poeta es capaz de ver en las pequeñas cosas… yo seguiré bebiendo cerveza con sabor a lata, tirado en el sofá de mi casa, pero sin escuchar Mozart o Bach, tampoco miraré la luna ni diré que la noche me inspira, pasearé por las calles, pero sin ningún motivo en particular… aunque, eso sí, las letras de un buen libró seguirán desgastando mi cansada mirada.

imagen; airoria

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El Viejo Tocadiscos.

Poníamos el viejo tocadiscos cada noche, no importaba el disco. Ella bailaba y bailaba para mi y con dos copas de mas era yo quien bailaba para ella. Bailábamos todas las noches pero nunca juntos, era un juego, un juego genial. Y cada noche era diferente, disfrutaba mirándola, ella se reía mucho cuando era yo quien bailaba tropezándome con todo.

Nos daba igual que sonara el teléfono o que nos llamasen a la puerta para que bajáramos el volumen o que los vecinos nos pegaran voces. Solo importaba bailar y bailar al son del viejo tocadiscos, y reír, reír toda la noche.

El resto del día no nos soportábamos, nos odiábamos, no podíamos aguantarnos, esperábamos cada noche a que saliese la luna para poner el viejo tocadiscos y olvidarnos de todo mientras bailábamos y bailábamos. Era el único momento del día en que disfrutábamos juntos ¡incluso nos reíamos!. Era un juego genial… genial, y era nuestro, solo nuestro. Bailar y reír. Reír y bailar.

Pero ella empezó a invitar gente a casa cada noche para que me vieran bailar y como me emborrachaba y tropezaba o me estampaba contra el suelo cuando bailaba. Eso no me gustaba, me incomodaba pero a ella parecía encantarle y reía mas y mas que cuando bailábamos solos.

Los demás nunca bailaban, solo miraban y daban palmas mientras gritaban una y otra vez; -¡baila! ¡baila borracho! ¡baila!. Y todas las noches ya fue igual, aquel salón lleno de gente, que se bebían mis cervezas, escuchaban la música de mi viejo tocadiscos, se fumaban mis cigarrillos, los hombres desnudaban a mi mujer con la mirada y de mí se reían a carcajada límpia, las mujeres solo me llamaban para ridiculizarme ante sus demás amigas, también allí reunidas.

Hasta que me cansé. Ya no quise mas. Una noche me quedé quieto mientras todos daban palmas y reían y gritaban y me miraban esperando que hiciera algo gracioso, pero para mi ya no tenía sentido, me quedé observando sus grotescas caras de felicidad y sus gestos mundanos. Gritaban mi nombre incitándome a seguir bailando. Pero seguí ahí quieto. Paré la música. Pero sus voces no cesaron, seguían gritando y dando palmas.

Agarré a una mujer, tomé su cuello y la besé metiendole mi lengua húmeda hasta la garganta, hacía amagos de apartarse pero la tenía fuertemente agarrada del cuello. La solté. Escupió. Aquel gesto consiguió al fin que todos los presentes callaran. Silencio. Y ahí seguía yo, quieto, observando como sus miradas desprendían odio.

Mi mujer se levantó, se acercó a mi y me derramó su vaso… no sé que contenía pero olía a vomito, da igual, no importa. Me dijo que no quería volver a verme, que ya no era gracioso. Yo no dije nada. Tomé mi viejo tocadiscos y salí de ahí. Alquilé una habitación en una pensión y comencé a bailar solo delante de un espejo, ahí me vi por primera vez bailar, borracho perdido, tropezando, me caí contra el suelo, me sentí patético, me encendí un cigarro y seguí bailando delante del espejo toda la noche con mi camisa sucia de aquel líquido que me derramaron.

Nunca mas volví a saber nada de ella ni de sus fiestas.

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